Es necesario promover la paz en el mundo
y el diálogo entre los cristianos y entre las religiones
La paz, shalom, está en el centro del mensaje del Antiguo y del
Nuevo Testamento. Paz, shalom en la Biblia, no es sólo un saludo
normal como expresión de cortesía; paz, shalom, es la escatología
prometida que procede de Dios y es un deseo de bendición entre los
hombres. En efecto, Jesucristo mismo es nuestra paz (cf. Ef 2, 14).
Los cristianos, bendecidos por Dios en Jesucristo, deben ser entre
sí una bendición, y una bendición para todas las naciones.
"Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados
hijos de Dios" (Mt 5, 9). Por tanto, la Iglesia está llamada a ser
signo, instrumento y testigo de la paz, paz con Dios y entre los
hombres (cf. Lumen gentium, 1 y 13).
Paz, justicia y perdón
Con todo, la paz entre los hombres, la tranquillitas ordinis -como
la definió san Agustín- a la que el Papa Juan Pablo II se refirió en
su Mensaje para la Jornada mundial de la paz del pasado día 1 de
enero (cf. n. 3), no se ha de entender solamente como silencio de
las armas y ausencia de guerra. Es el fruto del orden infundido en
la sociedad humana por su fundador (cf. Gaudium et spes, 78) y
supone un esfuerzo constante por instaurar en el mundo la justicia.
Como afirma la Escritura, la auténtica paz es "obra de la justicia"
(Is 32, 17; cf. Jc 3, 18).
Por justicia debe entenderse el reconocimiento de la dignidad de
toda persona, sus derechos humanos fundamentales, la libertad de
cada uno, la ausencia de discriminaciones por causa de la fe, de la
raza, de la cultura o del sexo. Por justicia debe entenderse el
derecho de toda criatura humana a la vida, a la tierra, al alimento,
al agua, a una educación que la haga plenamente consciente de esos
derechos suyos, y capaz de autodeterminación en su vida. Este bien
personal supone el bien común, la justicia social, sobre todo con
respecto a los pobres, el equilibrio social y la estabilidad del
orden social y político.
Ante un mundo marcado por el pecado, por el egoísmo y por la
envidia, un mundo que con demasiada frecuencia niega con violencia
la justicia y altera, en el círculo vicioso de los conflictos, la
tranquillitas ordinis, que es presupuesto y esencia de la paz, no se
puede instaurar la paz sin la "solicitud providencial y
misericordiosa de Dios, que conoce los caminos para llegar a los
corazones más endurecidos y sacar también buenos frutos de un
terreno árido y estéril" (Mensaje para la Jornada mundial de la paz,
1 de enero de 2002, n. 1: L'Osservatore Romano, edición en lengua
española, 14 de diciembre de 2001, p. 7). La paz es el don del
perdón, de la redención y de la nueva creación. Al igual que el
amor, la alegría, la penitencia, la benevolencia y la bondad,
también la paz es fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5, 22). El reino
de Dios es justicia, paz y alegría en el Espíritu (cf. Rm 14, 17).
Esta esperanza debe animar cada vez más profundamente nuestra
oración. Es preciso implorar continuamente la paz, para que Dios nos
la conceda y se conserve. Pero el arma de la oración fortalece
también nuestro empeño por cambiar las situaciones de injusticia y
trabajar juntos con vistas a la edificación de un mundo más justo.
Guiados por la mansedumbre de Cristo, que predicó la justicia para
los pobres del Reino, los cristianos saben que "la capacidad de
perdonar es básica para fundar un proyecto de sociedad más justa y
solidaria" (ib., 9).
Los cristianos saben que el odio étnico, racial y religioso, la
espiral de violencia que afecta indistintamente a víctimas y
verdugos, puede tener un antídoto: el perdón. En efecto, sólo el
perdón nos sitúa por encima de las acusaciones; nos lleva a evitar
echar la culpa a pueblos enteros, por causa de unos pocos; a evitar
que las culpas de los padres caigan sobre los hijos. El perdón, que
depende de cada uno de nosotros, puede restablecer la justicia y
llevarnos, de una situación de guerra, a una condición de paz.
Reconciliación y paz entre los cristianos
Precisamente en esta relación entre la paz, la justicia y el perdón
radica la importancia del diálogo ecuménico y de la colaboración
entre los cristianos. "De cara al mundo, la acción conjunta de los
cristianos en la sociedad tiene entonces el valor trasparente de un
testimonio dado en común al nombre del Señor" (Ut unum sint, 75).
Pero no solamente eso. Los cristianos, oprimidos por su historia de
disputas y enfrentamientos, culpables de haber predicado e impuesto
a veces el evangelio de Cristo incluso con las armas, han comenzado,
sobre todo en el siglo que acaba de terminar, el arduo y lento
camino de su perdón recíproco. No hay ecumenismo sin conversión y
perdón (cf. ib., 15 y 33). La vergüenza y el arrepentimiento
interior por el escándalo de la división, arrepentimiento que el
Espíritu suscita, están en la base del movimiento ecuménico (cf.
Unitatis redintegratio, 1).
Hoy los cristianos han cruzado el umbral del tercer milenio y se
encuentran ante una opción ardua, difícil y esencial. El compromiso
ecuménico, la promoción de la unidad de los cristianos es uno de los
grandes desafíos y una de las tareas más urgentes al inicio del
nuevo milenio (cf. Novo millennio ineunte, 12 y 48). Los cristianos
están llamados a "promover una espiritualidad de comunión" (ib., 43,
ss), y ser así "luz del mundo", "ciudad situada en la cima de un
monte" (Mt 5, 14).
Predican el perdón, una forma particular del amor (cf. Mensaje
citado, n. 2) y con esfuerzo se lo aplican a sí mismos, a sus
Iglesias, tanto en Oriente como en Occidente. Dialogar, encontrarse,
purificar su memoria es para las Iglesias un acto de valentía y un
compromiso arduo. Las Iglesias saben que "la coherencia y honradez
de las intenciones y afirmaciones de principio se verifican
aplicándolas en la vida concreta" (Ut unum sint, 74). Eso las
estimula, en la situación actual, a tener entre sí un comportamiento
ejemplar, que dé al mundo un testimonio de perdón, concordia y
diálogo; ese testimonio debe ser aún más profundo cuando las
divergencias parecen insuperables.
Gracias a la experiencia de diálogo que están viviendo, las
Iglesias, a pesar de las divisiones que aún perduran, han podido
demostrar, al menos hasta hoy, que el proceso de purificación de la
memoria de su pasado engendra poco a poco una evolución que hace
prevalecer "la "ley nueva" del espíritu de caridad" (ib., 42). "La
"fraternidad universal" de los cristianos se ha convertido en una
firme convicción ecuménica" (ib.). Ya viven en una comunión real y
profunda, aunque lamentablemente todavía no sea perfecta (cf. ib.,
11-14). En el testimonio y en el servicio de la paz, ya hoy pueden y
deben colaborar estrechamente entre sí.
Diálogo ecuménico y diálogo interreligioso
La actitud de las Iglesias y la predisposición al perdón, que
aplican a sus relaciones recíprocas, debe impulsarlas a dialogar
juntas con las demás religiones y las demás culturas, para que la
moral ecuménica que buscan en su acción se refleje en las relaciones
y en el diálogo con las demás religiones, hacia una colaboración que
permita reafirmar los valores de la vida y de la cultura humana.
El diálogo ecuménico y el diálogo interreligioso están relacionados
y vinculados entre sí, pero no se identifican. Existe entre los dos
una diferencia específica y cualitativa, y por eso no se deben
confundir. El diálogo ecuménico no se funda solamente en la
tolerancia y el respeto debido a toda convicción humana y
especialmente religiosa; tampoco se funda sólo en un filantropismo
liberal o en una mera cortesía burguesa; al contrario, el diálogo
ecuménico está arraigado en la fe común en Jesucristo y en el
reconocimiento mutuo del bautismo, por medio del cual todos los
bautizados son miembros del único Cuerpo de Cristo (cf. Ga 3, 28; 1
Co 12, 13; Ut unum sint, 42) y pueden orar juntos, como nos enseñó
Jesús, "Padre nuestro". En las demás religiones la Iglesia reconoce
un rayo de la verdad "que ilumina a todo hombre" (Jn 1, 9), pero que
sólo en Jesucristo se reveló en su plenitud; únicamente él es "el
camino, la verdad y la vida" (Jn 14, 6; cf. Nostra aetate, 2).
Por tanto, es ambiguo referirse al diálogo interreligioso en
términos de macroecumenismo o de una fase nueva y más amplia del
ecumenismo.
Los cristianos y los seguidores de las demás religiones pueden orar,
pero no pueden orar juntos. Todo sincretismo queda excluido. A pesar
de todo, comparten el sentido y el respeto de Dios o de lo divino, y
el deseo de Dios o de lo divino; el respeto por la vida, el deseo de
la paz con Dios o con lo divino, entre los hombres y en el cosmos;
comparten muchos valores morales. Pueden y deben colaborar para
defender y promover juntos, en beneficio de todos los hombres, la
justicia social, los valores morales, la paz y la libertad. Eso vale
de forma especial para las religiones monoteístas, que tienen a
Abraham por padre en la fe.
La invitación a la Jornada de oración por la paz en el mundo es un
modo de reafirmar todo esto. La Iglesia católica considera que esta
participación es una ocasión útil para dar un testimonio común de
que "los cristianos se sienten cada vez más interpelados por el
problema de la paz" (Ut unum sint, 76). Aplicando los criterios de
la búsqueda de su propia unidad, los cristianos respetan a las demás
religiones. Saben que la "ley nueva" del espíritu de caridad
estimula a la acogida y no excluye la diversidad legítima. Saben que
tienen en común con las demás religiones el arma de la oración para
implorar la paz.
Frente al mal terrible de la falta de paz, frente a la infinita
cadena de lutos que ocasiona la guerra, saben que tienen una sola
alternativa: dar un testimonio de perdón recíproco y de
tranquillitas ordinis entre sí. Así pedimos a todos que recorran con
nosotros el mismo camino de esperanza hacia la justicia, la
reconciliación y la paz.
Cardenal Walter KASPER
Presidente |